En el último siglo, la incorporación de la mujer al mundo laboral ha sido uno de los logros más importantes en la lucha por la igualdad. Como mujer, lo celebro y agradezco profundamente. Poder desarrollarnos profesionalmente, aportar valor a la sociedad y sentirnos realizadas no solo es un derecho, sino también una necesidad personal.
Pero hoy no quiero hablar solo de conquistas. Quiero hablar de lo que no se ve.
De las sombras.
De esas emociones que muchas veces escondemos detrás del orgullo de ser una mamá trabajadora.
El sueño profesional frente a la realidad emocional
Cuando comencé en mi empleo actual, era mi trabajo soñado. Me sentía afortunada, motivada, útil. Estaba donde siempre quise estar.
Pero nadie me preparó para lo que vendría después: ser madre y volver al trabajo.
Nadie me contó lo desgarrador que sería dejar a mi bebé de solo 16 semanas en una escuela infantil.
Nadie me advirtió sobre la angustia de entregarlo a desconocidos, el pecho lleno de leche, el corazón dividido.
Tampoco me hablaron de las veces que tendría que encerrarme en el baño del trabajo para sacarme leche, porque mi cuerpo aún no entiende los turnos, ni de la culpa que me acompañaría como una sombra constante.
La maternidad real no cabe en los horarios
Las redes sociales, la crianza positiva y las expectativas sociales nos venden la imagen de una madre siempre presente. Y aunque entiendo y valoro ese ideal, vivirlo cuando trabajas a turnos o tienes una jornada completa es, simplemente, incompatible.
Con el tiempo, parece que nos adaptamos.
Pero cada nueva etapa vuelve a remover todo.
El comienzo del colegio, por ejemplo, trae nuevas rutinas, madrugones, aulas matinales, comedor… Y cuando llegamos a casa, a las siete de la tarde, estamos tan agotados que nos acostamos casi sin hablarnos, solo para poder sobrevivir al día siguiente.
Y entonces llega la semana de turno de tarde.
Una semana entera sin ver despiertos a tus hijos.
Te vas antes de que se levanten y vuelves cuando ya están dormidos.
Y no, no se trata de “acostarlos más tarde”. Porque son niños, y tienen necesidades: descanso, estructura, rutina.
¿Y tú? Te comes las ganas de abrazarlos, de contarles un cuento, de preguntarles cómo les fue el día.
Conciliar no debería doler
Pedir una reducción de jornada o una adaptación de horario no siempre es sencillo. A veces conlleva miradas incómodas, otras, negativas directas.
Y eso duele. Porque la sensación es la de tener que elegir entre cuidar de tus hijos o conservar tu trabajo.
La culpa entonces se multiplica:
Culpa por no poder con todo.
Culpa por perder momentos importantes.
Culpa por sentir que estás fallando, cuando en realidad estás sobreviviendo.
Hablemos de la carga emocional de la conciliación
Ser mamá trabajadora es una fortaleza. Pero también es una montaña rusa emocional. Una realidad que muchas vivimos, pero de la que pocas hablamos.
Porque detrás de cada jornada laboral, detrás de cada turno que cumplimos con una sonrisa, hay una mujer que llora en silencio al no poder dar las buenas noches.
Hay una madre que ama profundamente, que quiere criar con presencia, y que también quiere crecer, aportar, desarrollarse profesionalmente.
Esto no es una queja.
Es una necesidad urgente de visibilidad.
Si tú también lo vives así, te leo
Si te has sentido igual, si también has vivido noches en vela, si la conciliación te parece una utopía… no estás sola.
Hablemos más de esto. Porque compartir nuestras sombras también es una forma de aligerarlas. Y acompañarnos, aunque sea en la distancia, es otra forma de resistir.