La historia de mi lactancia y de mi joya de leche materna es extensa. Son ya cuatro años de lactancia continuada, con todo lo que eso implica: entrega, aprendizaje, momentos de luz y otros de sombra, pero siempre, siempre amor.
Cuando nació mi hijo mayor, no me había informado demasiado sobre la lactancia. No sabía, ni por asomo, lo importante que acabaría siendo para mí. Simplemente me entregué al instinto y fluí. Por suerte, en los grupos de maternidad en los que participaba había una asesora de lactancia especializada y actualizada, y eso fue clave para comenzar este viaje con una base sólida.
Recuerdo perfectamente el momento en que lo pusieron en mis brazos: me quedé bloqueada. Era tan frágil y pequeñito que tenía miedo de moverlo. Al poco rato, una enfermera entró y me preguntó si ya había cogido el pecho. Ni se me había ocurrido —estaba embobada mirándolo—. Probé a ponerlo al pecho derecho, pero no se enganchaba. Fue mi madre quien me sugirió intentarlo con el izquierdo, y allí sí: se enganchó sin problema. Aun así, yo seguí insistiendo con el derecho hasta conseguirlo, aunque notaba que le costaba más.
Muy pronto entendí cómo funcionaba la lactancia: en cuanto lloraba, le ofrecía el pecho, y él se calmaba. En la primera noche en el hospital, con compañeros de habitación, me daba apuro que los despertara. Terminamos durmiendo juntos en la cama, totalmente a demanda. No lloró en toda la noche. Y esa fue solo la primera de muchas noches así.
Ya en casa, seguimos igual. Como madre primeriza, me dejaba llevar por mi instinto. No me pareció duro. De hecho, aprovechaba las siestas en el pecho para ver series o leer: era nuestro momento de relax. Lo recuerdo con mucha nostalgia.
Las primeras noches intentamos que durmiera en su cuna, pero los despertares eran infinitos. Descubrimos que con el colecho todos descansábamos mejor, así que empezamos a dormir juntos, y se terminaron las malas noches.
A las pocas semanas aparecieron los cólicos. Acudimos a un fisioterapeuta neonatal que le detectó una contractura de parto. Le ayudó con el agarre y, en especial, a mejorar el del pecho derecho. Él ganaba peso sin problema —unos 300-400 gramos por semana—, pero el agarre seguía siendo imperfecto.
Poco después, fui yo quien comenzó a tener problemas: engurgitaciones, perlas de leche, dolor… Recuerdo llorar de desesperación, incluso acudir a urgencias un par de veces. Finalmente conseguí una cita con la asesora de lactancia del grupo de maternidad. Nos valoró y detectó un frenillo tipo 4. Con algunos ejercicios mejoró bastante, aunque el pediatra nos derivó igualmente al cirujano. A los 4 meses nos dijeron que su lengua era funcional y no hacía falta intervenir.
Agradezco profundamente a nuestra asesora: gracias a su apoyo, pudimos superar los problemas y empezar a disfrutar plenamente de la lactancia. Desde entonces, las siestas con la teta por las tardes se convirtieron en nuestro ritual. Siempre encontraba consuelo en el pecho.
Cuando mi hijo cumplió 16 meses, llegó la sorpresa: estaba embarazada. Fue un momento muy emocionante, pero también trajo un pequeño duelo: sabíamos que nuestra lactancia, tal y como la conocíamos, iba a cambiar.
Siempre habíamos hecho colecho, pero en ese último mes él tenía la costumbre de dormirse literalmente encima de mí. Al enterarme del embarazo, empecé a temer que pudiera hacerle daño al nuevo bebé. Esa misma noche fue la primera que durmió en su cuarto con su papá. Empezamos el destete nocturno de forma repentina, y fue durísimo para los dos. Quizás si lo hubiéramos preparado de otro modo, habría sido más respetuoso, pero surgió así, de manera espontánea.
A pesar de todo, se adaptó muy rápido. Y yo pude descansar mejor en esos últimos meses de embarazo, sin el miedo de hacer daño al bebé.
Durante el día seguíamos con algunas tomas. Incluso sospecho que al final lactaba en seco, pero seguíamos con la lactancia a demanda. Hubo momentos en los que me costaba, especialmente por la sensibilidad, así que empezamos a usar una “cuenta atrás” para terminar las tomas, y él lo aceptó con mucho cariño.
Con 23 meses, el día que cumplí 37 semanas de embarazo y ya lo teníamos todo preparado para recibir a su hermana, ocurrió un pequeño accidente en casa que nos marcó…
Continuará en la parte 2.